Friday, 29 May 2015

Rapunzel

Rapunzel

        Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus sueños se hicieron realidad.

La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas.

Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas.

Rapunzel
Rapunzel

La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió.

-¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? -chilló.

Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer.

-Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca.

El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía desde abajo:

-Rapunzel, tu trenza deja caer.

La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha.

Rapunzel
Rapunzel le cortan el pelo

-Rapunzel, tu trenza deja caer.

El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:

-Rapunzel, tu trenza deja caer.

La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar:

-Tú eres mucho más pesada que el príncipe.

-¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha.

Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa.

-Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más!

Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego.

Rapunzel
Rapunzel

¿Cómo buscaría ahora a Rapunzel?

Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón.

Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel.

Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió:

¡El príncipe recuperó la vista!

El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.

 

 

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Thursday, 21 May 2015

El ratoncito Pérez

El ratoncito Pérez

        Erase una vez Pepito Pérez , que era un pequeño ratoncito de ciudad , vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio.

El ratoncito Pérez
El ratoncito Pérez

El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones, flores, cuadros…, parecía que alguien se iba a instalar allí.

Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A partir de entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina.

Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos… Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca.

Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes, eran enormes y no le servían a él para nada.

Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: “Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente”, pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo.

A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un bonito regalo. cuento se ha acabado.

 

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Thursday, 14 May 2015

La abeja que no quería trabajar

La abeja que no quería trabajar

         Érase una vez una soleada mañana de verano, en la que la brisa rizaba las nubecitas blancas en el cielo azul, y los prados estaban llenos de ranúnculos dorados. Era el día ideal para recoger miel. Eso era lo que pensaron las abejas, y todas se apresuraron a ponerse su chaqueta de terciopelo pardo, para salir a trabajar rápidamente. Todas menos el zángano Patoso. Al zángano Patoso no le gustaba trabajar. Pero cuando las otras abejas se iban, la colmena resultaba aburrida, y estaba oscura, así que salía al sol y volaba pausadamente de flor en flor. Pero era tan lento trabajando, y se paraba a descansar con tanta frecuencia que no recogía casi nada de miel. Ese día, durante uno de esos descansos, mientras se mecía perezosamente de un lado a otro dentro de la corola de una rosa silvestre, oyó una risa cerca. Patoso miró hacia arriba, y sobre ella, balanceándose despreocupadamente en el borde de un pétalo rosado, vio a una diminuta mariposa. Sus alas tenían unos colores muy bellos, y además era muy pequeña para ser una mariposa, no mucho mayor que la propia Patosa.
La abeja que no quería trabajar
La abeja que no quería trabajar

­ Bueno, Patoso –dijo con una vocecita delicada

­ ¿No estarás desperdiciando esta hermosa mañana atareada con tus tarros de miel? ¿Cómo puedes ser tan tonto? Yo, cuando tengo hambre, bebo todo el néctar que me apetece, ¡pero no malgasto mi tiempo recogiendo miel para que se la coman otros! Patoso agachó la cabeza, pero no contestó porque no le gustaba que se rieran de él.

­ ¡Ven conmigo! –continuó la mariposa

­ Te enseñaré algo mucho más entretenido. Hay un baile de hadas esta noche en el musgo bajo el gran roble. Necesito pareja, y tú eres el adecuado. »

La verdad ­continuó la mariposita­, es que a las hadas no les interesan mucho las abejas, esos bichitos tan sensatos y rutinarios. No sabéis hacer nada más que trabajar y acumular miel para que la usen otros.

­ Entonces ¿porqué quieres llevarme? –preguntó Patoso.

­ Bueno, lo cierto es –dijo la mariposa en tono despreocupado­ que tampoco me importas mucho, pero tu ropa es muy bonita. Siempre me gustó el terciopelo marrón. Además, necesito a alguien que me acompañe esta noche, y tú puedes servir.

La abeja que no quería trabajar
La abeja y la mariposa

Ven ­dijo­, volaremos sobre las praderas y veremos cómo es el mundo al otro lado de la colina. ¡Nos vamos a divertir mucho! A Patoso le gustaba cualquier cosa que le evitara trabajar, así que estuvo encantado de ir con la bella mariposa, y se marcharon juntos volando sobre los prados. Estuvieron todo el día jugando y retozando y en todo ese tiempo ninguno de las dos trabajó ni siquiera un poquito. La pequeña mariposa encontró una gran hoja verde de suave superficie, y ahí estuvo enseñando a bailar a Patoso.

­ Tienes que aprender a bailar para esta noche –le dijo­ o no les gustarás nada a las hadas. Cuando llegó la noche y las luciérnagas comenzaron a encender sus luces por la hierba la mariposita llevó a Patoso al baile de las hadas. Era al pie del gran roble, un hueco tapizado de verde musgo. Todo alrededor había diminutos taburetes de bellota que les había dado la ardilla que vivía en la copa del árbol, para que las hadas descansaran cuando estuvieran fatigadas de bailar. Y en un extremo había un pequeño trono para el rey y la reina de las hadas. El techo estaba hecho de hojas verdes, y entre ellas colgaban luciérnagas para iluminar la pista de baile. Patoso no había visto en su vida nada tan bonito como esta sala de baile de las hadas. Poco a poco, también las hadas comenzaron a llegar, y la sala lució aún más bella, porque llevaban vestidos hechos con todo tipo de flores: azules, blancos, rosas, montones de encajes de tela de araña, perlas y diamantes tallados de gotas de rocío. El rey y la reina, también, lucían trajes tejidos con dorados rayos de sol y deslumbrantes estrellas plateadas Patoso estaba aturdido, pero todo el mundo parecía contento de verle, y todos fueron muy amables con él.

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La abeja y la mariposa bailando
La abeja y la mariposa bailando

¿Quién es ese bichito de marrón? –preguntó la reina, lanzando una aguda mirada desde su trono al extremo del salón. ­ Es Patoso, el amigo de Mariposa –le contestó un hada que estaba a su lado.
­ Ve a decirle que se acerque –ordenó la reina­ Quiero bailar con él.

Así que Patoso bailó con la reina de las hadas, y se sintió más orgulloso y feliz de lo que nunca había estado. Y cuando al final acabó el baile, y todas las hadas ya se habían marchado, se fue a dormir en una flor de malva real, y soñó con todo lo que había pasado. No obstante, a la mañana siguiente se acordó de su propia reina y regresó apresuradamente a la colmena. Pero la pequeña mariposa no pareció muy contenta de que lo hiciera.

La abeja que no quería trabajar
El baile con las hadas

­ ¿Por qué tienes que volver a esa mugrienta colmena? –preguntó­ Tu ropa es tan bonita como siempre, y a todas las hadas les gustas. Además, dentro de unas noches, el rey y la reina presiden la corte, y otra vez será muy divertido. ¡Quédate conmigo y sé feliz! Patoso lo estaba deseando, así que a partir de ese día con la mariposita no hizo nada más que jugar, y no pensó en nada que no fuera agradable, porque los días del verano eran cálidos y luminosos, y el invierno se veía muy lejano. Las flores rojas de los tréboles se agitaban y le hacían señas.

La abeja que no quería trabajar
La abeja que no quería trabajar

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 ¡Hoy tenemos mucha miel dulce para ti, Patoso! Y los ranúnculos también le llamaban para que se posara en ellos a recoger su néctar, pero Patoso pasaba de largo volando y simulaba no oírles. Las otras abejas lo miraban y sacudían la cabeza, y una de ellas le contó a la reina lo que Patoso estaba haciendo. Entonces, la propia reina salió de la colmena para hablar con él, y todas las demás abejas salieron con ella.

La abeja que no quería trabajar
La abeja


­ ¿Qué estás haciendo, Patoso? –preguntó­ Creímos que estabas muerto. ­ No, ­contestó Patoso­ muerto no, ¡sólo me estoy divirtiendo! ­ Y si ahora no trabajas, ¿qué harás cuando llegue el invierno? – preguntó la reina. Patoso agachó la cabeza, porque no sabía qué responder. Pero la mariposa se rió. ­

¡El invierno está muy lejos! –dijo con su vocecita suave, y volvió a reír. Entonces la reina se puso furiosa. ­ ¡No vuelvas nunca a la colmena! –dijo­ No queremos abejas que no trabajen. Le dio la espalda a Patoso y entró en la colmena, seguida de todas las demás abejas. Pero a Patoso no le importó nada, porque los días eran todavía cálidos y luminosos y el invierno parecía muy lejano.

Todas las mañanas, la mariposa y él jugaban en las soleadas praderas, y cuando oscurecía y los ruiseñores cantaban su canción de buenas noches al mundo, se mecían hasta dormirse en las flores de malva real y descansaban hasta el día siguiente. Pero llegó el día en que se fue el sol y las noches se hicieron cada vez más oscuras y frías. Las hadas ya no volvieron a bailar en el musgo bajo el gran roble, y las luciérnagas ya no alumbraban con sus colas.

La abeja que no quería trabajar
La reina de las abejas

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 Creo que debería volver a buscar mi capullo. Las noches son frías y me ayudará a mantenerme caliente. ­ Pero ¿qué haré yo? –preguntó patoso­ ¡Yo no tengo capullo! ­ Pues lo siento por ti, pero no puedo ayudarte con eso –contestó la mariposita. Después, riendo, salió volando y Patoso no volvió a verla más. Pero las noches siguieron haciéndose más y más frías, tan frías que Patoso no podía mantenerse caliente. Y aunque buscaba comida durante todo el día, no encontraba néctar, porque las flores se habían muerto y el invierno había llegado. Así que patoso fue a ver a la ardillita roja que vivía en el gran roble. Era ella la que había regalado los taburetes de bellota a las hadas, y siempre había sido muy amable y generosa. Patoso estaba convencido de que le ayudaría, así que llamó a su puerta.

La abeja que no quería trabajar
La abeja trabajando

­ ¡Por favor, señora Ardilla! –pidió­ ¡Estoy helada y hambrienta! ¡Por favor, déjeme entrar! Pero la ardilla echó un vistazo por la mirilla de su puerta y no le dejó entrar. ­ ¡Te conozco! –exclamó­ ¡Tú eres la abeja que no ha hecho nada más que bailar con las hadas! Yo he trabajado todo el verano y ahora tengo un montón de nueces para comer. ¿Por qué no trabajaste tú también? –y le cerró la puerta en las narices. Luego, como no se le ocurría nada mejor, Patoso volvió a la colmena y llamó a la puerta.

­ ¡Por favor, dejadme entrar, queridas abejas! –pidió­ ¡Estoy helado y hambriento! ­ ¿Dónde has estado, Patoso? –preguntó la reina­ Creímos que a estas alturas ya estarías muerto. ­ No, muerto no –contestó Patoso­. Sólo helado y hambriento. ¡Por favor, querida reina, déjame entrar! ¡Trabajaré para ti todo el día!

No, ­replicó la reina­ ahora no hay nada que hacer. ¡No te dejaremos entrar! –y las abejas cerraron la puerta de la colmena. Así que el pobre Patoso se encontró sin ningún sitio a donde ir. El viento soplaba cada vez más frío, y no había nada en el mundo para comer. Una noche gélida y oscura, en la que se sentía famélico, Patoso se arrastró bajo una hoja muerta, se acostó boca arriba, y así estuvo toda la noche, porque estaba demasiado débil y cansado para darse la vuelta. Estaba casi muerto, y en pocos minutos lo hubiera estado del todo, pero de pronto escuchó un suave susurro, y una dulce vocecita que decía:

­ Las hadas están preocupadas por ti, Patoso, porque nos ayudaste a divertirnos. ¿Quieres venir y trabajar para nosotras y aprender a vivir como una abeja? ­ ¡Oh, sí! –contestó Patoso­ ¡Haré cualquier cosa por vosotras si me aceptáis! ¡Estoy tan helado y hambriento…! Y Patoso se fue a trabajar para las hadas. Todo el invierno estuvo haciendo para ellas chaquetitas de terciopelo pardo como la suya, para que estuvieran calientes cuando soplaran los fríos vientos. Pero cuando al fin volvió la primavera, la reina lo envió de vuelta a la colmena.

La abeja que no quería trabajar
La abeja que no quería trabajar

­ Ve a decirle a tu reina que ahora ya sabes trabajar –dijo­ y aquí tienes todas la chaquetitas que nos has hecho. Está llegando el verano y ya no las vamos a necesitar. Llévalas como regalo para las otras abejas, y así se alegrarán de verte. Así que Patoso regresó a ver a su propia reina, y todos se pusieron muy contentos de verlo de nuevo, porque ahora sabía trabajar, ¡y además había traído una chaqueta nueva de terciopelo pardo para cada abeja! A partir de entonces, Patoso recorría los prados recogiendo miel todos los días, y se sentía muy feliz, porque las abejas son más felices cuando trabajan.

 

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El árbol de los zapatos

El árbol de los zapatos

          Juan y María miraban a su padre que cavaba en el jardín. Era un trabajo muy pesado. Después de una gran palada, se incorporó, enjugándose la frente.

-Mira, papá ha encontrado una bota vieja -dijo María.

-¿Qué vas a hacer con ella? -quiso saber Juan.

-Se podría enterrar aquí mismo -sugirió el señor Martín-, Dicen que si se pone un zapato viejo debajo de un cerezo crece mucho mejor.

María se rió.

-¿Qué es lo que crecerá? ¿La bota?

-Bueno, si crece, tendremos bota asada para comer.

Y la enterró. Ya entrada la primavera, un viento fuerte derribó el cerezo y el señor Martín fue a recoger las ramas caídas. Vio que había una planta nueva en aquel lugar. Sin embargo, no la arrancó, porque quería ver qué era. Consultó todos sus libros de jardinería, pero no encontró nada que se le pareciera.

-Jamás vi una planta como ésta -les dijo a Juan y a María.

El árbol de los zapatos
El árbol de los zapatos
Era una planta bastante interesante, así que la dejaron crecer, a pesar de que acabó por ahogar los retoños del cerezo caído. Crecía muy bien; a la primavera siguiente, era casi un arbolito. En otoño, aparecieron unos frutos grisáceos. Eran muy raros: estaban llenos de bultos y tenían una forma muy curiosa.

-Ese fruto me recuerda algo -dijo la señora Martín. Entonces se dio cuenta de lo que era-. ¡Parecen botas! ¡Sí, son como unos pares de botas colgadas de los talones!

-¡Es verdad! Parecen botas -dijo Juan asombrado, tocando el fruto.

-¿Habéis dicho botas? -preguntó la señora Gómez, asomándose.

-¡Sí, crecen botas!

-Pedrito ya es grande y necesitará botas -dijo la señora Gómez-, ¿Puedo acercarme a mirarlas?

-Claro que sí. Pase y véalas con sus propios ojos.

La señora Gómez se acercó, con el bebé en brazos. Lo puso junto al árbol, cabeza abajo. Juan y María acercaron un par de frutos a sus pies.

-Aún no están maduras -dijo Juan-Vuelva mañana para ver si han crecido un poco más.

La señora Gómez volvió al día siguiente, con su bebé, pero la fruta era aún demasiado pequeña. Al final de la semana, sin embargo, comenzó a madurar, tomando un brillante color marrón.

Un día descubrieron un par que parecía justo el número de Pedrito. María las bajó y la señora Gómez se las puso a su hijo. Le quedaban muy bien y Pedrito comenzó a caminar por el jardín.

Juan y María se lo contaron a sus padres, y el señor Martín decidió que todos los que necesitaran botas para sus hijos podían venir a recogerlas del árbol.

Pronto todo el pueblo se enteró del asombroso árbol de los zapatos y muchas mujeres vinieron al jardín, con sus niños pequeños. Algunas alzaban a los bebés para poder calzarles los zapatos y ver si les iban bien. Otras los levantaban cabeza abajo para medir la fruta con sus pies. Juan y María recogieron las que sobraban y las colocaron sobre el césped, ordenándolas por pares. Las madres que habían llegado tarde se sentaron con sus niños. Juan y María iban de aquí para allá, probando las botas, hasta que todos los niños tuvieron las suyas. Al final del día, el árbol estaba pelado.

Una de las madres, la señora Blanco, llevó a sus trillizos y consiguió zapatos para los tres. AI llegar a casa, se los mostró a su marido y le dijo:

-Los traje gratis, del árbol del señor Martín. Mira, la cáscara es dura como el cuero, pero por dentro son muy suaves. ¿No es estupendo?

El señor Blanco contempló detenidamente los pies de sus hijos.

-Quítales los zapatos -dijo, al fin-. Tengo una idea y la pondré en práctica en cuanto pueda.

Al año siguiente, el árbol produjo frutos más grandes; pero como a los niños también les habían crecido los pies, todos encontraron zapatos de su número.

Así, año tras año, la fruta en forma de zapato crecía lo mismo que los pies de los niños.

Un buen día apareció un gran cartel en casa del señor Blanco, que ponía, con grandes letras marrones: CALZADOS BLANCO, S.A.

-Andaba el señor Blanco con mucho misterio plantando cosas en su huerto -dijo el señor Martín a su familia-. Por fin loentiendo. Plantó todos los zapatos que les dimos a sus hijos durante estos años y ahora tiene muchos árboles, el muy zorro.

-Dicen que se hará rico con ellos -exclamó la señora Martín con amargura.

En verdad, parecia que el señor Blanco se iba a hacer muy rico. Ese otoño contrató a tres mujeres para que le recolectaran los zapatos de los árboles y los clasificaran por números. Luego envolvían los zapatos en papel de seda y los guardaban en cajas para enviarlos a la ciudad, donde los venderían a buen precio.

Al mirar por la.ventana, el señor Martín vio al señor Blanco que pasaba en un coche elegantísimo.

-Nunca pensé en ganar dinero con mi árbol -le comentó a su mujer.

-No sirves para los negocios, querido -dijo la señora Martín, cariñosamente- De todos modos, me alegro de que todos los niños del pueblo puedan tener zapatos gratis.

El árbol de los zapatos
El árbol de los zapatos

Un día, Juan y María paseaban por el campo, junto al huerto del señor Blanco. Este había construido un muro muy alto para que no entrara la gente. Sin embargo, de pronto asomó por encima del muro la cabeza de un niño. Era Pepe, un amigo de Juan y María. Con gran esfuerzo había escalado el muro.

-Hola, Pepe -dijo Juan-, ¿Qué hacías en el jardín del señor Blanco?

El niño, que saltó ante ellos, sonrió.

-Ya veréis… -dijo, recogiendo frutos de zapato hasta que tuvo los brazos llenos- Son del huerto. Los arrojé por encima del muro. Se los llevaré a mi abuelita, que me va a hacer otro pastel de zapato.

-¿Un pastel?-preguntó María- No se me había ocurrido. ¿Y está bueno?

-Verás…, la cáscara es un poco dura. Pero si cocinas lo de dentro, con mucho azúcar, está muy rico.

Mi abuelita hace unos pasteles estupendos con los zapatos. Ven a probarlos, si quieres.

Juan y María ayudaron a Pepe a llevar los frutos a su abuela, y todos comieron un trozo de pastel. Era dulce y muy rico, tenía un sabor más fuerte que las manzanas y muy raro. A Juan y a María les gustó muchísimo. Al llegar a casa, recogieron algunas frutas que quedaban en el árbol de los zapatos.

-Las pondremos en el horno -dijo María-E1 año pasado aprendí a hacer manzanas asadas.

María y Juan asaron los zapatos, rellenándolos con pasas de uva. Cuando sus padres volvieron de trabajar, se los sirvieron, con nata. Al señor y a la señora Martín les gustaron tanto como a los niños.

Al terminar, el señor Martín dijo riendo:

-¡Vaya! Tengo una idea magnífica y la pondré en práctica.

Al día siguiente, fue al pueblo en su viejo coche, con el maletero lleno de cajas de frutos de zapato.

Se detuvo en la feria y habló con un vendedor. Entonces comenzó a descargar el coche. El vendedor escribió algo en un gran cartel y lo colgó en su puesto.

Pronto se juntó una muchedumbre.

-¡Mirad!

-Frutos de zapato a 5 monedas el kilo.

-Yo pagué 500 monedas por un par para mi hijo -dijo una mujer. Alzó a su niño y les enseñó las frutas que llevaba puestas-. Mirad, por éstas pagué 500 monedas en la zapatería. ¡Y aquí las venden a 5!
-¡Sólo cinco monedas! -gritaba el vendedor-. Hay que pelarlos y comer la pulpa, que es deliciosa.

¡Son muy buenos para hacer pasteles!

-Nunca más volveré a comprarlos en la zapatería -dijo otra mujer.

Al final del día, el vendedor se sentía muy contento. El señor Martin le había regalado los frutos y ahora tenía la cartera llena de dinero.

A la mañana siguiente, el señor Martín volvió al pueblo y leyó en los carteles de las zapaterías:

“Zapatos Naturales Blanco – crecen como sus niños”. Y debajo habían puesto unos carteles nuevos que decían: ‘7Grandes rebajas! ¡5 monedas el par!”

Después de esto, todo el mundo se puso contento: los niños del pueblo seguían
consiguiendo zapatos gratis del árbol de la familia Martín, y a la gente de la ciudad no les importaba pagar 5 monedas por un par en la zapatería. Y todos los que querían podían comer la fruta. El único que no estaba contento era el señor Blanco; aún vendía algunos zapatos, pero ganaba menos dinero que antes.

El señor Martín le preguntó a su mujer:

-¿Crees que estuve mal con el señor Blanco?

-Me parece que no. Después de todo, la fruta es para comerla ¿verdad?

-Y además -añadió María- ¿no fue lo que dijiste al enterrar aquella bota vieja? ¿Te acuerdas? Nos prometiste que cenaríamos botas asadas.

 

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Wednesday, 13 May 2015

La bella y la bestia

La bella y la bestia

         Había una vez un hombre muy rico que tenía tres hijas. De pronto, de la noche a la mañana, perdió casi toda su fortuna. La familia tuvo que vender su gran mansión y mudarse a una casita en el campo.

Las dos hijas mayores se pasaban el día quejándose por tener que remendar sus vestidos y porque ya no podían ir a las fiestas. En cambio la pequeña, a la que llamaban Bella por su dulce rostro y su buen carácter, estaba siempre contenta.

Un día su padre se fue a la ciudad a ver si encontraba trabajo. Cuando montó en su caballo, preguntó a sus hijas qué les gustaría tener, si él ganaba suficiente dinero para traerles un regalo a cada una. Sin apenas pensarlo, las dos hijas mayores gritaron:

La bella y la bestia
La bella y la bestia

-Para mí un vestido precioso.

-Y un collar de plata para mí.

Con su candorosa voz, Bella murmuró:

-Yo solamente quiero que vuelvas a casa sano y salvo. Eso me basta.

Su padre insistió:

-¡Oh, Bella, debe de haber algo que te apetezca!

-Bueno, una rosa con pétalos rojos para ponérmela en el pelo. Pero como estamos en invierno, comprenderé que no puedas encontrarme ninguna.

-Haré todo cuanto pueda por, complaceros a las tres, hijas mías.

Diciendo esto emprendió la marcha a todo galope.

En la ciudad, todo le fue mal. No encontró trabajo en ninguna parte. Los únicos regalos que pudo comprar fueron frutas y chocolate para sus dos hijas mayores, pero no consiguió la flor para Bella. Cuando regresaba a casa, su caballo se hizo daño en una pata y tuvo que desmontar.

De repente se desató una tormenta de nieve y el desgraciado hombre se encontró perdido en medio de un oscuro bosque.

Entonces percibió, a través de la ventisca, un gran muro y unas puertas con rejas de hierro forjado bien cerradas. Al fondo del jardín, se veía una gran mansión con luces tenues en las ventanas.

-Si pudiera cobijarme aquí… No había terminado de hablar cuando las puertas se abrieron. El viento huracanado le empujó por el sendero hacia las escaleras de la casa. La puerta de entrada se abrió con un chirrido y apareció una mesa con unos candelabros y los manjares más tentadores.

Miró atrás, a través de los remolinos de nieve, y vio que las puertas enrejadas se habían cerrado y su caballo había desaparecido.

Entró. La puerta chirrió de nuevo y se cerró a sus espaldas.

Mientras examinaba nerviosamente la estancia, una de las sillas se separó de la mesa, invitándole claramente a sentarse. Pensaba…

“Bien, está visto que aquí soy bien recibido. Intentaré disfrutar de todo esto.”

Tras haber comido y bebido todo lo que quiso, se fijó en un gran sofá que había frente al fuego, con una manta de piel extendida sobre el asiento. Una esquina de la manta aparecía levantada como diciendo: “Ven y túmbate.” Y eso fue lo que hizo.

Cuando se dio cuenta, era ya por la mañana. Se levantó, sintiéndose maravillosamente bien, y se sentó a la mesa, donde le esperaba el desayuno. Una rosa con pétalos rojos, puesta en un jarrón de plata, adornaba la mesa. Con gran sorpresa exclamó:

-¡Una rosa roja! ¡Qué suerte! Al fin Bella tendrá su regalo.

Comió cuanto pudo, se levantó y tomó la rosa de su jarroncito.

Entonces, un rugido terrible llenó la estancia. El fuego de la chimenea pareció encogerse y las velas temblaron. La puerta se abrió de golpe. El jardín nevado enmarcaba una espantosa visión.

¿Era un hombre o una bestia? Vestía ropas de caballero, pero tenía garras peludas en vez de manos y su cabeza aparecía cubierta por una enmarañada pelambrera. Mostrando sus terribles colmillos gruñó:

-Ibas a robarme mi rosa ¿eh? ¿Es ésa la clase de agradecimiento con que pagas mi hospitalidad?

El hombre casi se muere de miedo.

-Por favor, perdonadme, señor. Era para mi hija Bella. Pero la devolveré al instante, no os preocupéis.

-Demasiado tarde. Ahora tienes que llevártela… y enviarme a tu hija en su lugar.

-¡No! ¡No! ¡No!

-Entonces te devoraré.

-Prefiero que me comas a mí que a mi maravillosa hija.

-Si me la envías, no tocaré un solo pelo de su cabeza. Tienes mi palabra.

Ahora, decide.

E1 padre de la chica accedió al horrible trato y la Bestia le entregó un anillo mágico. Cuando Bella diera tres vueltas al anillo, se encontraría ya en la desolada mansión.

Fuera, en la nieve, esperaba el caballo, sorprendentemente curado de su cojera, ensillado y listo para la marcha. La vuelta a casa fue un calvario para aquel hombre, pero aún peor fue la llegada cuando les contó a sus hijas lo que había sucedido. Bella le preguntó…

-¿Dijo que no me haría ningún daño, de verdad, papá?

-Me dio su palabra, cariño.

-Entonces dame el anillo. Y por favor, no os olvidéis de mí.

Se despidió con un beso, se puso el anillo y le dio tres vueltas.

Al segundo, se encontró en la mansión de la Bestia.

Nadie la recibió. No vio a la Bestia en muchos días. En la casa todo era sencillo y agradable. Las puertas se abrían solas, los candelabros flotaban escaleras arriba para iluminarle el camino de su habitación, la comida aparecía servida en la mesa y, misteriosamente, era recogida después…

Bella no tenía miedo en una casa tan acogedora, pero se sentía tan sola que empezó a desear que la Bestia viniera y le hablara, por muy horrible que fuera.

Un día, mientras ella paseaba por el jardín, la Bestia salió de detrás de un árbol. Bella no pudo evitar un grito, mientras se tapaba la cara con las manos. El extraño ser hablaba tratando de ocultar la aspereza de su voz.

-¡No tengas miedo. Bella! Sólo he venido a desearte buenos días y a preguntarte si estás bien en mi casa.

-Bueno… Preferiría estar en la mía. Pero estoy bien cuidada, gracias.

-Bien. ¿Te importaría si paseo un rato contigo?

Pasearon los dos por el jardín y a partir de entonces la Bestia fue a menudo a hablar con Bella. Pero nunca se sentó a comer con ella en la gran mesa.

Una noche, Bella le vio arrastrándose por el césped, bajo el claro de luna. Impresionada, intuyó en seguida que iba a la caza de comida. Cuando él levantó los ojos, la vio en la ventana. Se cubrió la cara con las garras y lanzó un rugido de vergüenza.

A pesar de su fealdad. Bella se sentía tan sola y él era tan amable con ella que empezó a desear verle.
Una tarde, mientras ella leía sentada junto al fuego, se le acercó por detrás.

-Cásate conmigo, Bella.

Parecía tan esperanzado que Bella sintió lástima.

-Realmente te aprecio mucho, Bestia, pero no, no quiero casarme contigo. No te quiero.

La Bestia repitió a menudo su cortés oferta de matrimonio. Pero ella siempre decía “no”, con suma delicadeza.

Un día, él la encontró llorando junto a una fuente del jardín.

-¡Oh, Bestia! Me avergüenza llorar cuando tú has sido tan amable conmigo. Pero el invierno se avecina. He estado aquí cerca de un año. Siento nostalgia de mi casa. Echo muchísimo de menos a mi padre.

Con alegría oyó que la Bestia le respondía:

-Puedes ir a casa durante siete días si me prometes volver.

Bella se lo prometió al instante, dio tres vueltas al anillo de su dedo y… de pronto apareció en la pequeña cocina de su casa a la hora del almuerzo. La alegría fue tan grande como la sorpresa.

Total, que pasaron una maravillosa semana juntos. Bella contó a su familia todas las cosas que le habían sucedido con su extraño anfitrión y ellos le contaron a su vez todas las buenas nuevas. La feliz semana pasó sin ninguna palabra o señal de la Bestia. Pensaba…”Quizá se ha olvidado de mí. Me quedaré un poquito más.”

Pasó otra semana y, para su alivio, nada ocurrió. La familia también respiró con tranquilidad. Pero una noche, mientras se peinaba frente al espejo, su imagen se emborronó de repente y en su lugar apareció la Bestia. Yacía bajo el claro de luna, cubierta casi completamente de hojas. Bella, llena de compasión, exclamó:

-¡Oh, Bestia! Por favor, no te mueras. Volveré, querida Bestia.

Al instante dio vuelta al anillo tres veces y se encontró a su lado en el jardín. Acomodó la enorme cabeza de la Bestia sobre su regazo y repitió: -Bestia, no quiero que te mueras. Bella intentó apartar las hojas de su rostro. Las lágrimas brotaban de sus ojos y rociaban la cabeza de la Bestia.

De repente, una voz con timbre diferente se dirigió a Bella.

-Mírame, Bella. Seca tus lágrimas. Bella bajó la vista y observó que estaba acariciando una cabeza de pelo dorado. La Bestia había desaparecido y en su lugar se encontraba el más hermoso de los seres humanos.

El joven tomó su cabeza entre las manos y Bella preguntó: -¿Quién eres?

-Soy un príncipe. Una bruja me maldijo y me convirtió en una bestia para siempre. Sólo el verdadero amor de una mujer me ha librado de la maldición. Oh, Bella, estoy tan contento de que hayas regresado… Y ahora, dime, ¿te casarás conmigo?

-Pues claro que sí, mi príncipe.

Desde aquel momento los dos vivieron llenos de felicidad.

 

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